El lenguaje corporal: el territorio y su defensa

Si cada especie animal delimita y defiende su territorio, el ser humano no iba a ser menos.

Un país es un territorio claramente definido dentro del cual se delimitan otros territorios más pequeños: regiones, ciudades, barrios… y en ellos vivimos las personas compartiendo así un espacio común pero  marcando una especie de frontera personal, una pequeña extensión del propio cuerpo: el llamado “espacio vital”.

Dentro de cada cultura este espacio vital varía, y lo mismo ocurre con el medio urbano y el medio rural. Así, en culturas como la japonesa, por ejemplo, se prefiere la proximidad, dada la densidad de población a que están habituados. En las ciudades este espacio vital también es menor que en las zonas rurales por el mismo motivo.

Distancias zonales.

En torno a nuestro cuerpo, podemos llegar a definir hasta cuatro zonas diferentes:

  •  Zona íntima, de unos 15 o 45 centímetros, cuya entrada sólo permitimos a aquellos que están emocionalmente unidos a nosotros.
  •  Zona personal, hasta 1 metro, que es la que nos separa de nuestros compañeros de trabajo o amigos en la oficina, reuniones sociales, fiestas…
  • Zona social, hasta 3’5 metros, que es la que nos separa de los extraños, de la gente a la que no conocemos.
  • Zona pública, la distancia para dirigirnos a un grupo de personas.

Cuando alguien invade nuestro espacio vital…


Nuestro cuerpo puede interpretar dos tipos de avance: el hostil, o el sexual. En consecuencia, experimentaremos cambios fisiológicos como aumento de la tasa cardíaca, descarga de adrenalina, tensión muscular…

Si ese acercamiento no nos desagrada, bien porque estamos dispuestos a plantar cara a quien nos hostiga o bien porque nos atrae la otra persona, entonces mantendremos nuestra postura. En caso contrario, inconscientemente retrocederemos hasta recuperar la distancia.

Que nos abrace un desconocido, aunque sea con buenas intenciones, normalmente nos hace sentir incómodos porque implica una invasión de nuestra zona personal. Algo parecido ocurre cuando viajamos compartir ascensor o viajamos en un medio de transporte público: nos sentimos violentos, amenazados.

Los brazos como barrera…


En efecto, como ya hemos mencionado, cruzarse de brazos supone levantar una barrera frente a los otros. Una barrera que levantamos porque nos sentimos amenazados, porque no estamos de acuerdo con lo que estamos escuchando, o incluso porque nos aburrimos.
Si además de los brazos cruzados, cruzamos las piernas, apretamos los puños o nos agarramos de los antebrazos, entonces reforzamos esa barrera.

En otras ocasiones, dejaremos un brazo caído que agarraremos con la otra mano estableciendo una barrera parcial con la que pretendemos ocultar que nos sentimos amenazados pero sin exponernos del todo.


En el caso de las mujeres, agarrar el bolso con las dos manos o agarrar un ramo de flores, también delata el nerviosismo que podemos sentir al someternos a las miradas ajenas, al adentrarnos en un territorio que no es el nuestro. Nos otorga un cierto tipo de protección, además de ayudarnos a mantener las manos ocupadas.


Camila Parker-Bowles.
No queda claro si su actitud es de defensa o de ataque:
por detrás de ese bolso en cualquier momento  podría asomar el cañón de un arma...
 
Diana de Gales.
La soltura y naturalidad con que lleva el bolso nos dice que no necesita
defenderse, y ese es su mejor ataque


Las piernas también nos defienden…


El cruce de piernas también revela una actitud defensiva.

Cuando dos personas dialogan tras conocerse, es fácil verlos a ambos de brazos cruzados y piernas cruzadas. A medida que la conversación avanza y se van conociendo, esos nudos se van soltando mostrando mayor distensión en la charla.

Por otra parte, si mantenemos las piernas separadas pero cruzamos los tobillos, entonces revelaremos que, de alguna manera, nos estamos “mordiendo la lengua”.

Liderar y motivar

Si motivar es mover a un individuo o a un grupo a que realice una tarea y lo haga de manera que consiga los mejores resultados, entonces podemos decir también que es uno de los mayores desafíos ante los que se encuentran directivos y educadores.

¿Lo consiguen? ¿Saben ser líderes?


Para empezar aclaremos el significado de la palabra líder”, porque podemos pensar que el líder es simplemente el primero, el que alcanza la meta.

La realidad es que el líder es el que va delante del pelotón, sí, pero guiando y tirando del resto del equipo aunque no siempre acabe la carrera en primer lugar. 

El líder es la cabeza visible del equipo y quien ha de motivar a su gente para desarrollar al máximo su potencial.
Pero existen distintas maneras de ser líder y no siempre en todas existe motivación. 


Motivar es el difícil arte de ganarnos el respeto y a la vez la confianza de aquellos con los que nos une una relación de poder, y es precisamente en el concepto de poder donde radica el “quiz” de la cuestión, donde muchos confunden su misión como jefes, como profesores o como padres.

A menudo pensamos que como tales ostentamos el poder absoluto. Como directivos nos encargamos de de planificar y organizar el trabajo, centrados en la consecución de los objetivos marcados. No nos cuestionamos las directrices que nos marca la organización para la que trabajamos, de la misma manera que no admitimos que se cuestionen las nuestras, e imponemos  nuestros puntos de vista.

Como educadores también solemos actuar igual, imponiendo unas normas para mantener la disciplina. Y sí, es cierto: podemos llegar a pensar que este estilo de liderazgo funciona. 

Puede funcionar con los empleados de una empresa por el miedo de estos a perder su trabajo o con los hijos mientras son pequeños, pero a la larga, con este ejercicio inadecuado del poder lo único que se consigue es deteriorar las relaciones con los otros. Así, en el mundo laboral, el descontento y la apatía harán mella en el rendimiento de lo que tiene que ser un equipo de trabajo, y por su parte,  los niños crecerán y se convertirán en jóvenes desmotivados, rebeldes y resentidos.


Existe otra opción: ser líderes participativos.

¿Qué significa esto? 

Pues significa permitir que nuestros empleados, nuestros hijos, nuestros alumnos, participen en la toma de decisiones. Hacer que se involucren. Transmitirles entusiasmo, fomentar su creatividad. Premiar la iniciativa.

No tener miedo a perder la autoridad, a perder nuestra cuota de poder. 
No debemos pensar que seremos eclipsados porque parte los logros serán mérito del equipo, de la familia, del conjunto de la clase.

Y es que ostentar el poder no es lo mismo que decir “yo ordeno y mando”.

Quien ostenta el poder debe conseguir que los demás hagan las cosas por su propia voluntad, convencidos de que han de hacerlas así porque de ello dependen los logros de todos. 
Asumiendo como propias las aspiraciones de toda la organización, y disfrutando en común de los éxitos. Eso es motivar.

Motivar implica tener afán de superación e inculcarlo a los otros. 
Molestarnos en conocer a quienes nos rodean, conocer sus capacidades y animarles a desarrollarlas.
Motivar es ilusionar, y esto no se logra sin dedicación y compromiso ni, desde luego, sin humildad e inteligencia.

Porque mandar sabe hacerlo cualquiera, pero motivar no.

Porque motivar no es vencer, sino convencer.

El lenguaje corporal: lo que decimos cuando no decimos nada

Hablábamos en el artículo anterior de lo fundamental de saber escuchar para comunicarnos correctamente con los otros, y mencionábamos la importancia de saber interpretar el lenguaje no verbal: los gestos.

Cuando decimos de alguien que es muy intuitivo, en realidad a lo que nos estamos refiriendo es a su capacidad para percibir las claves no verbales de otra persona y compararlas con lo que dice verbalmente.

Por lo general, las mujeres son más perceptivas que los hombres, de ahí la llamada intuición femenina
. Y es que, efectivamente, parece que las mujeres - nuestras esposas, nuestras madres - tienen una habilidad innata para saber cuándo les estamos mintiendo u ocultando algo, cuando estamos sufriendo, cuando estamos preocupados... eso sin olvidar el modo en que una madre se comunica, se entiende con su hijo ya desde que nace.

Según las teorías darwinistas, el origen de esta especial capacidad de la mujer está precisamente en su rol de cuidadora. Darwin demostró que existe un repertorio de expresiones no verbales en la especie humana que son universales, es decir, que todo ser humano emite y puede comprender con independencia del país o cultura de la que proceda y de la educación que reciba. Expresiones algunas que también podemos observar y comprender en otras especies animales, y que desde el origen de los tiempos nos han servido para adaptarnos al medio que nos rodea y luchar por nuestra supervivencia como especie.



Algunos de estos gestos básicos de comunicación son, por ejemplo:


  • La sonrisa, cuando estamos contentos o satisfechos.
  • Inclinar la cabeza hacia adelante cuando queremos decir “sí”. Moverla de un lado a otro cuando queremos decir “no”; de hecho, parece que este gesto lo aprendemos en la infancia: cuando un bebé no quiere comer, aparta la cabeza para rechazar el pecho de la madre o para impedir que se le ponga la cuchara en la boca. A partir de ese momento,  reproduciremos este gesto cada vez que queramos negarnos a hacer algo.
  • Enseñar los dientes para expresar desdén u hostilidad.
  • Encogernos de hombros cuando no entendemos.
  • Cruzarnos de brazos cuando estamos a la defensiva.

Está demostrado también que las señales no verbales nos dicen más acerca de nuestro interlocutor, que las orales. De alguna manera, de forma innata y también de forma aprendida, asumimos que los gestos aportan información más fiable; que los gestos no mienten, que revelan nuestras emociones más íntimas.

Y es que los gestos son involuntarios, nos delatan. Se puede aprender a controlar las expresiones, podemos ser más o menos buenos actores, pero es muy difícil controlar la tensión de los músculos o aquellos pequeños gestos que delatan nerviosismo, temor o antipatía.

Así, por ejemplo, es muy frecuente tocarse la nariz o la barbilla cuando se miente.
¿Por qué ocurre esto? Pues porque al mentir, nuestro cerebro inicialmente ordena a la mano que bloquee la salida de las palabras que contradicen al pensamiento (a la verdad) pero posteriormente da la orden de desbloqueo, de apartar la mano. Como para entonces ya la mano está en movimiento, entonces se emite ese otro gesto sustitutorio. 
El mismo significado tendría, por ejemplo, tirar del cuello de la camisa consecuencia de la sensación de sentirnos en un aprieto o con la soga al cuello.

 ----------------------------------------Os propongo un juego----------------------------------------
Fijaos en nuestros políticos la próxima vez que pongáis las noticias en la tele y cuando no puedan decirnos ninguna verdad que nos haga sonreír, al menos sonreiréis al comprobar que esto es cierto.
También es verdad, por cierto, que algunos son más hábiles que otros y consiguen hacernos creer lo que nos dicen. Paradójicamente, de ellos solemos decir que son “buenos comunicadores”. 
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En posteriores artículos trataremos de analizar e ilustrar más al detalle este vocabulario no verbal, lo que nos ayudará, de paso,  a ser más empáticos y mejorar nuestras habilidades sociales. Comenzamos con…



El poder de la sonrisa.

De entre todos los gestos que emitimos a diario, podemos decir que la sonrisa es nuestra mejor tarjeta de presentación.

Una sonrisa puede transmitir, por supuesto, alegría, pero también complicidad, picardía, sensualidad. También puede transmitir emociones negativas como falsedad o malicia, pero una sonrisa amplia y relajada siempre transmitirá cordialidad y cercanía.

Si la belleza por sí sola no atrae simpatías, e incluso a menudo puede resultar abrumadora, podemos afirmar que es mucho mayor el poder de una sonrisa porque resulta tranquilizadora y nos hace más accesibles.

Porque mientras sonreímos nos olvidamos de nuestros complejos para decir  que estamos cómodos con nuestro cuerpo; que nos conocemos… y que nos queremos.

Y si no, fijaos en esta selección de las mejores sonrisas:

Edward Norton: ¿qué nos quiere decir con esa sonrisa? 
Eva Mendes: no es perfecta, sólo natural
Julia Roberts: la sonrisa de América, sin complejos
Andrés Velencoso: en su caso, corrijo lo de que la belleza por sí sola no atrae simpatías…
Daniel Day Lewis: una sonrisa que derrite

Saber escuchar, saber conversar.

Tendemos a pensar que “saber hablar” es una gran cualidad pero ¿y “saber escuchar”? ¿Por qué no practicamos más el arte de escuchar y callar?

En el capítulo anterior decíamos que saber escuchar es una de las claves para ser más empáticos. Resultará paradójico, pero cuando callamos para prestar atención a los otros, en realidad lo que conseguimos es mejorar nuestra capacidad de comunicación: saber escuchar es también la clave para conversar.

Y es que si la comunicación implica la participación activa de dos agentes, el emisor del mensaje y el receptor, a menudo parece que en lugar de dialogar estemos haciendo un monólogo.

 Nos quejamos de que nuestros hijos o nuestras parejas no nos escuchan, cuando el problema radica precisamente en que hablamos sólo nosotros, no dejamos que el otro se explique. Queremos imponer nuestro punto de vista sin siquiera tratar de entender el de los otros.

Escuchar no es una tarea pasiva, no es sólo oír. Debes liberarte de las ideas preconcebidas, olvidarte de lo que crees que el otro te va a decir; demostrar que te interesa escuchar porque si el otro se siente desatendido entonces cortará el diálogo. Date cuenta además, de que si no prestas atención eres tú mismo el que se autoexcluye de la conversación; que quien habla dejará de dirigirse a ti y a nadie interesará tu opinión.


La escucha empática.

Cuando alguien habla, podemos escucharle desde distintos niveles de atención y participación:
  • Simplemente oyendo, ignorando al otro; haciendo caso omiso a lo que nos dice
  • Fingiendo atención
  • De forma selectiva, atendiendo sólo a lo que nos interesa
  • De forma activa, intelectual; escuchando, atendiendo y comprendiendo lo que nos dicen
  • De forma activa pero además poniéndonos en la piel del otro. Esta es la llamada “escucha empática”: la que implica comprensión intelectual pero también comprensión emocional.



Pero, ¿cuáles son las claves para escuchar de forma empática?

Lo más importante para escuchar de forma empática es acercarnos a los demás, que se note que tenemos voluntad de comprender al otro. Para ello:

  •       Intenta hablar menos: no te conviertas en otro “monologuista”
  •       Sintoniza con el otro: adopta su mismo tono de voz, una postura similar, usa sus mismas palabras
  •       Evita interrumpir: déjale que se explique, que termine de hablar; no des por hecho que ya sabes lo que te va a decir
  •       Despójate de los prejuicios que puedas tener sobre esa persona, de lo que te han contado sobre ella, de lo que crees que él espera de ti. Si se trata de alguien con quien convives desde hace tiempo, procura que el roce diario no sea un lastre: trata de que cada conversación sea como partir de cero.


Piensa que la comunicación es algo que el ser humano anhela desde que existe. 
Como individuos nos comunicamos desde que nacemos a través del llanto. Como especie, antes de adquirir la habilidad del habla nos comunicábamos con gestos o simples sonidos.
Y es más... cuando viajamos al extranjero y desconocemos el idioma ¿cómo nos hacemos entender? Y ¿cómo nos entendemos con nuestras mascotas?

De manera que presta atención al lenguaje corporal.
No pongas simplemente la oreja, fíjate también en los gestos. 
Porque los gestos tienen un significado secreto que, más adelante, te ayudaremos adescifrar.
En nuestro primer artículo, dedicado a la timidez, mencionábamos la empatía como una de las cualidades de los tímidos, pero… ¿qué es la empatía?

La empatía es la capacidad de sentir en carne propia lo que sienten los demás; de participar afectiva y emotivamente en la realidad de los otros, y al mismo tiempo, de transmitir comprensión y calidez. 

En definitiva, la empatía es la capacidad de ponerse en su piel, en sus zapatos.


La empatía implica entender lo que los demás nos cuentan no sólo a través del lenguaje verbal, sino también a través del lenguaje corporal. Implica saber observar, escuchar, atender pero también saber expresar equilibradamente nuestras propias emociones. Porque para llegar a sintonizar con los otros es necesario acompasar actitudes y acciones, las suyas y las nuestras.

Seguramente porque para tener empatía hay que saber ponerse en segundo lugar y dejar que sea el otro el protagonista, la empatía ha sido considerada siempre una cualidad típicamente femenina. Una cualidad con la que las mujeres nacen, la supuesta “intuición femenina”, desarrollada luego gracias a su papel como madres y cuidadoras.

Pero la realidad es que todos podemos ser empáticos.

Ya durante los primeros meses de vida, aprendemos a imitar las expresiones que observamos en los demás: el bebé sonríe cuando le sonrían, llora cuando ve llorar. A partir de los dos años ya es capaz de percibir el dolor ajeno: manifiesta cierto grado de empatía. Será la educación que reciba la que le permita desarrollar más o menos ese potencial: 
  • Si los adultos se muestran indiferentes cuando el niño ríe, llora o desea que lo abracen, el niño aprenderá a dejar de expresar sus emociones.
  • Si ante comportamientos inadecuados del niño simplemente le reprendemos en lugar de hacerle ver las consecuencias de sus actos en los demás, les enseñamos indiferencia.

¿Para qué la empatía?

Cada vez es más evidente que en nuestros días todos hemos de saber conjugar en una misma frase intelecto y sentimiento, razón y corazón. Por ello, es un error minusvalorar la empatía considerándola una cualidad contrapuesta a otras consideradas más “masculinas” como la lógica, la confrontación o la competitividad.
Y es que la empatía es la llave para el éxito social:

  • Nos ayuda a evitar y solucionar conflictos. A reconsiderar nuestros puntos de vista y aceptar las críticas como algo constructivo.
  • Mejora la comunicación: cuando nos mostramos comprensivos conseguimos que el otro se exprese más abiertamente. 
  • Obviamente, nos ayuda a tener más amigos, a llevarnos mejor con nuestra familia y a tener un mejor ambiente en nuestros trabajos lo que repercute en nuestro bienestar, en nuestro nivel de satisfacción vital.

¿Cómo ser más empáticos?

La empatía es algo tan fácil de decir como a menudo  difícil de conseguir: es respetar y comprender. Por suerte, como casi todo, la empatía se aprende, y una vez aprendida se desarrolla y perfecciona si la aplicamos cada día en todos los ámbitos de nuestra vida:

  •  Aprende a escuchar: asume que tú no eres el centro del Universo.
  •  Sé más receptivo. Abre tu mente a la realidad de los demás. Olvida tus prejuicios, deja a un lado ideas preconcebidas. No todo el mundo tiene por qué reaccionar como tú ni sentirse igual que tú ante las mismas cosas.
  • Muéstrate cercano pero con naturalidad. Mira a los ojos, muéstrate atento y no reprimas tus emociones, pero hazlo sin aspavientos, con sinceridad.

La timidez

¿Timidez? ¿Introversión? ¿Vergüenza?

Con frecuencia utilizamos estas tres palabras de forma indistinta pero existen matices diferentes en cada una, a pesar de tener algo en común:
 las tres derivan en retraimiento social.



La timidez
es una conducta  que se manifiesta al entrar en contacto con otras personas. La persona tímida suele tener poca confianza en sí misma, teme sentirse evaluado y por ello evita relacionarse. Sólo con pensar en “enfrentarse”  a la gente  experimenta una terrible ansiedad. La timidez implica por tanto a la vez un estado anímico y una  pauta de comportamiento.


La introversión
es una característica de la personalidad propia de las personas reflexivas y cerradas. Los introvertidos no son necesariamente tímidos; no tienen el miedo al juicio de los demás. Son sólo personas introspectivas, más interesadas por sus propios pensamientos y sentimientos, a las que agota el sobreestímulo de las relaciones sociales. La introversión, por tanto, es simplemente una forma de ser que no tiene por qué manifestarse en conductas evitantes o provocar sufrimiento alguno.


La vergüenza
, por su parte, es un sentimiento pasajero, una emoción, que todos hemos sentido alguna vez tras haber cometido alguna acción inapropiada o considerada ridícula desde el punto de vista social.


Por tanto, podemos decir que de las tres sólo la timidez es realmente una patología, desde el momento en que provoca que al individuo que la sufre, realmente le ocurra eso: que sufre. Y porque sufre, a menudo se aísla; y cuanto más se aísla más difícil le resulta relacionarse.
El tímido se siente incapaz de hacer cosas que los demás hacen con soltura. Se siente inferior y con su aislamiento provoca que los demás lo juzguen incorrectamente, además de impedirse a sí mismo desarrollar todo su potencial, perjudicándose su vida académica y laboral.

No sabemos si el tímido nace o se hace. 
Está claro que no todos somos igual de sensibles, y por tanto las experiencias nos afectan de distinta manera. Cualquier acontecimiento cotidiano puede que para unos sea insignificante mientras que otros lo sobrevaloren y lo perciban como una experiencia humillante o un fracaso. Pero no es menos cierto que diferentes entornos nos convierten en personas diferentes. 
Así, por ejemplo, un niño al amparo de una familia sobreprotectora y cerrada al exterior, probablemente será tímido aunque sólo sea por el hecho de que no se le permite poner en práctica las habilidades sociales. Del mismo modo, a menudo se nos enseña a esconder los propios sentimientos, a reprimir las emociones. Nos comunicamos de forma incorrecta y dejamos de expresar nuestras opiniones y valores incluso cuando necesitamos hacer valer nuestros derechos. No somos asertivos.

Por suerte el tímido no tiene por qué serlo siempre.
En primer lugar tenemos que conocernos a nosotros mismos. Averiguar y reconocer qué es lo que nos ha convertido en tímidos y tratar de superar nuestros complejos, para en segundo lugar, y fundamental, pasar a reconocer que por culpa de la timidez probablemente nos estemos perdiendo cantidad de cosas importantes de esta vida.

De manera que quiérete un poco más.
Repasa tus virtudes, tus cualidades. 
Tú, que tanto te comparas con los otros para creerte en desventaja, presta atención a lo que puedes ofrecer y otros no tienen.



¿Por qué los tímidos deben quererse más?

·         Los tímidos son más EMPÁTICOS
Parece ser que los tímidos muestran una actividad cerebral más intensa ante ciertos estímulos,  de manera que captan una mayor cantidad de información, prestan más atención a los detalles, de ahí que necesiten más tiempo para reflexionar antes de actuar.
Pero precisamente de esta mayor sensibilidad se deriva una gran cualidad: los tímidos tienen más empatía. No sólo saben escuchar mejor sino que además son más capaces de ponerse en la piel de los otros, de comprenderlos, de sentir como ellos, y esto, paradójicamente, es una muy buena habilidad social.

·         Los tímidos suelen ser más LEALES
Precisamente porque les resulta más difícil entablar una relación con los demás, son más selectivos, y cuando la encuentran se muestran más agradecidos y están más dispuestos a dedicarles tiempo y paciencia.

·         Los tímidos pueden ser personas muy FUERTES.
Que les resulte difícil afirmarse a sí mismos ante los otros no debe interpretarse como un signo de debilidad. En realidad son personas amables y pacíficas que odian los conflictos y respetan a los demás así como esperan ser respetados, convirtiéndose así en la antítesis de esos otros tipos insensibles y belicosos que demasiado a menudo dominan las conversaciones.


 Y, finalmente, recuerda algo muy importante: tómatelo con humor.

Si algo no sale como esperabas no pasa nada, el mundo no se acaba ahí.
Ya te saldrá mejor la próxima vez porque, al final, todo es cuestión de práctica, nada más.
Y si no, fíjate en nuestra selección de tímidos famosos:

Freddie Mercury, el tímido que se convertía en diva sobre el escenario.
Audrey Hepburn,  una mujer tímida e insegura, fruto de una infancia marcada por la tragedia de la II Guerra Mundial y el abandono de su padre.
Michael Jackson: vivía rodeado de maniquíes porque se confesaba demasiado tímido para relacionarse con gente de carne y hueso.
Woody Allen: tímido, maniático, genial.
James Dean: tímido, frágil, eterno icono de la rebeldía adolescente.